Ciudad

07 abril 2006


El pasado sábado 1 de abril, se organizó con un grupo de flickr una visita al Centro Histórico de la Ciudad de México, más que nada y obviamente, para tomar fotografías. Yo soy una ferviente admiradora de las maravillas que albergan las calles y edificios del primer cuadro de la ciudad, y disfruto mucho pensar en quién habitó, quien vive y quién verá esas calles, esas construcciones, los secretos que guarda, lo que habla, lo que dice. Me gusta abstraerme del ruido, de ese ruido que forma parte de ella, pero que si uno presta atención puedo oir más allá.

También encontré, o recordé un soneto, que aunque de autor español -Federico García Lorca- me parece que es justo la evocación que siento cuando recorro las ancestrales calles de mi ciudad.

El poeta pregunta a su amor por la ciudad encantada de Cuenca


¿Te gustó la ciudad que gota a gota
labró el agua en el centro de los pinos?
¿Viste sueños y rostros y caminos
y muros de dolor que el aire azota?

¿Viste la grieta azul de la luna rota
que el Júcar moja de cristal y trinos?
¿Han besado tus dedos los espinos
que coronan de amor piedra remota?

¿Te acordaste de mí cuando subías
al silencio que sufre la serpiente,
prisionera de grillos y de umbrías?

¿No viste por el aire transparente
una dalia de penas y alegrías
que te mandó mi corazón caliente?

Federico García Lorca

Un pensamiento

05 abril 2006


Hay momentos en que el alma se desborda como un vaso de mirra que ya no basta a contener el perfume; instantes en que flotan los objetos que hieren nuestros ojos, y con ellos flota la imaginación. El espíritu se desata de la materia y huye, huye a través del vacío a sumergirse en las ondas de luz, entre las que vacilan los lejanos horizontes.

La mente no se halla en la tierra ni en el cielo. Recorre un espacio sin límites ni fondo, océano de voluptuosidades indefinible, en el que empapa sus alas para remontarse a las regiones donde habita el amor.

Las ideas vagan confusas, como esas concepciones sin formas ni color que se ciernen en el cerebro del poeta, como esas sombras, hijas del delirio, que nos llaman al pasar y huyen, nos brindan amor y se desvanecen entre nuestros brazos.

Gustavo Adolfo Bécquer
"El Caudillo de las Manos Rojas"
Canto III, IX